Cuando tenía tres, iba a una guardería bilingüe que se llamaba The Play Garden, y mi señorita se llamaba Miss Maureen. Ella me enseño muchas de las canciones que le canto hoy a Felipe antes de que se vaya a dormir, como por ejemplo una que habla de unos monos que saltaban en la cama hasta que uno se rompe la cabeza y la mama llama al doctor. Mis padres estaban fascinados con la idea que yo pudiera comunicarme en inglés desde tan chico y me mandaron a tomar clases al British School. Empecé a leer historias como la del Monstruo de lago Ness y a soñar con viajar Escocia e Inglaterra, escuchar a los gaiteros y subirme a un ómnibus de dos pisos. En 1982 había desarrollado una insipiente anglofilia que sobrevivió de manera moderada hasta el día de hoy. En Abril de ese año estalló la guerra de Malvinas. En el patio del colegio Zorrilla, donde hice mi educación primaria, cantábamos “El que no salta es un inglés” y había que saltar si no te sometían a capotón lloroso, que consistía en golpes de puño en la espalda hasta que sucumbieras al llanto. Me acuerdo con definición cinematográfica de la Señorita Teresa de quinto grado, el epítome de la maestra ciruela, gorda, buena, con un lunar en el labio y una voz resonante de contralto ronca. Todas las mañanas la Señorita Teresa nos recordaba que nuestros valientes soldados habían ido a la guerra a defender a la patria y nos instaba a escribirles cartas y enviarles chocolates, como parte de una campaña nacional. A la hora de salir del colegio, la rutina de cantar la marcha de San Lorenzo cambió durante esa época por la Marcha de las Malvinas. La marcha de San Lorenzo es una Marcha alegre y triunfal que narra un hecho histórico que está presente en el colectivo argentino y nos enorgullece. La Marcha de las Malvinas es triste y oscura y habla de un reclamo de una tierra lejana y perdida. El resultado de la guerra estaba cantado en las marchas. Una vez en casa, escuchábamos a diario los comunicados oficiales de la junta militar que eran transmitidos por todos los medios al unísono. Cambiabas los canales y era la misma transmisión, la radio una fracción de segundo más temprano repetía exactamente lo mismo. Nunca más hubo en mi país un método de comunicación tan efectivo y vertical. Todo ese otoño, que tuvo mas cara de invierno que ningún otro en la historia argentina, seguimos el curso de la guerra principalmente desde los comunicados oficiales y también los extraoficiales de la Señorita Teresa, que fervientemente contaba las hazañas del ejército argentino en el Atlántico Sur. Yo me había obsesionado con la guerra y recortaba las noticias que publicaba La Voz del Interior que se compraba en la casa de mi abuelo materno. Todos los recortes fueron a parar a un sobre de cartulina caratulado conflicto anglo-argentino, que aun conservo.
En esa época estaba partido en dos, los ingleses que hablaban tan bien su idioma, que tenían a los Beatles, obedecían a una reina mala que no nos quería devolver las islas que nos habían robado. Esa fue mi primer perspectiva de Malvinas.
Perdimos la guerra y poco después vino Alfonsín y tanto la televisión como los recuerdos pasaron del blanco y negro al multi-color. Como decían los viejos, no hay mal que por bien no venga y la post guerra trajo democracia, donde florecieron Spineta, Fito, Charly, Mercedes Sosa, Marta Minujín. También volvieron al país miles de exiliados y en plena democracia Argentina ganó sin miedo y con euforia el Mundial de Futbol del '86. Los ochenta fueron insuperables.
En las tres décadas que siguieron al '82, pasaron muchas cosas en el mundo y me pasaron muchas otras a mí. Mi visión sobre Malvinas fue transformándose. La colimba en 1990, me generó un enorme cinismo hacia los conflictos bélicos y una perspectiva horrenda sobre los soldados que perdieron la vida por una causa que desde entonces no pude justificar. Pasé una década completa en la universidad entre Argentina, España y Estados Unidos, donde tuve que mirar desde otros ángulos la realidad y suponerme en la piel de ciudadanos de otros lugares. La mayor parte de la última década la viví en Inglaterra, donde estoy radicado con mi familia. Acá aprendí que los ingleses no nos odian y que en el imaginario inglés la Argentina no es el de un país malvado, y que Malvinas no agita la misma temperatura en la sangre inglesa que en la sangre Argentina. Hay un tema, sin embargo, que irrita a los ingleses de una manera que he aprendido a respetar y a no traer a cuento en la conversación con ellos: La Mano de Dios. El gol que les hizo Maradona en el estadio Azteca el 22 de Junio de 1986 fue la revancha perfecta que consoló al pueblo argentino de la derrota en Malvinas y dejó sangre en los ojos de los ingleses. Fue un triunfo sucio, igual que el de Inglaterra en la Guerra en 1982. En México quedamos a mano.
La historia ha repartido el territorio mundial de una manera orgánica, compleja y caótica donde la justicia no ha sido la regla y donde la gente han migrado, se ha mezclado y creado pueblos nuevos, en muchos casos culturas florecientes y pacíficas, algunas son grandes naciones. No podría ser honesto con mi entendimiento si hiciera eco de la arrogancia de aquellos que han resuelto que las islas claramente pertenecen a uno u otro país. No puedo aceptar el tabú histórico que el gobierno inglés tapa en una nube de espejos y humo en nombre del principio de autodeterminación, y tampoco me gusta la necia actitud patotera del gobierno nacional que no puedo evitar interpretar como hambre de gloria por una causa que no veo tan alta en la lista de prioridades de un país donde todavía hay tanta pobreza y desigualdad. Mi lealtad está con Argentina y las Malvinas para mí serán siempre nuestras, pero lo digo con el corazón y no con la certeza de quien ve aquello que es justo.
Si tuviera la oportunidad, a Cristina Fernández le preguntaría porqué ve tanta urgencia en avivar el tema de Malvinas ahora y si consideró un método de reclamo menos político y más estrictamente diplomático. A los isleños les preguntaría si por un segundo considerarían un plan B. A Cameron le diría: Let's please talk about Malvinas.
En las tres décadas que siguieron al '82, pasaron muchas cosas en el mundo y me pasaron muchas otras a mí. Mi visión sobre Malvinas fue transformándose. La colimba en 1990, me generó un enorme cinismo hacia los conflictos bélicos y una perspectiva horrenda sobre los soldados que perdieron la vida por una causa que desde entonces no pude justificar. Pasé una década completa en la universidad entre Argentina, España y Estados Unidos, donde tuve que mirar desde otros ángulos la realidad y suponerme en la piel de ciudadanos de otros lugares. La mayor parte de la última década la viví en Inglaterra, donde estoy radicado con mi familia. Acá aprendí que los ingleses no nos odian y que en el imaginario inglés la Argentina no es el de un país malvado, y que Malvinas no agita la misma temperatura en la sangre inglesa que en la sangre Argentina. Hay un tema, sin embargo, que irrita a los ingleses de una manera que he aprendido a respetar y a no traer a cuento en la conversación con ellos: La Mano de Dios. El gol que les hizo Maradona en el estadio Azteca el 22 de Junio de 1986 fue la revancha perfecta que consoló al pueblo argentino de la derrota en Malvinas y dejó sangre en los ojos de los ingleses. Fue un triunfo sucio, igual que el de Inglaterra en la Guerra en 1982. En México quedamos a mano.
La historia ha repartido el territorio mundial de una manera orgánica, compleja y caótica donde la justicia no ha sido la regla y donde la gente han migrado, se ha mezclado y creado pueblos nuevos, en muchos casos culturas florecientes y pacíficas, algunas son grandes naciones. No podría ser honesto con mi entendimiento si hiciera eco de la arrogancia de aquellos que han resuelto que las islas claramente pertenecen a uno u otro país. No puedo aceptar el tabú histórico que el gobierno inglés tapa en una nube de espejos y humo en nombre del principio de autodeterminación, y tampoco me gusta la necia actitud patotera del gobierno nacional que no puedo evitar interpretar como hambre de gloria por una causa que no veo tan alta en la lista de prioridades de un país donde todavía hay tanta pobreza y desigualdad. Mi lealtad está con Argentina y las Malvinas para mí serán siempre nuestras, pero lo digo con el corazón y no con la certeza de quien ve aquello que es justo.
Si tuviera la oportunidad, a Cristina Fernández le preguntaría porqué ve tanta urgencia en avivar el tema de Malvinas ahora y si consideró un método de reclamo menos político y más estrictamente diplomático. A los isleños les preguntaría si por un segundo considerarían un plan B. A Cameron le diría: Let's please talk about Malvinas.